Siempre imaginé que escribiría un libro,
aunque fuera corto, que me transportaría a un reino que no podría ser medido,
ni siquiera recordado.
Imaginaba un montón de cosas. Que
brillaba. Que era buena. Que vivía sin sombrero sobre una cima dando vueltas a
una rueda que hacia girar la tierra y que invisible entre las nubes tenía
alguna influencia, era de alguna utilidad.
Curiosos deseos como plumas en el aire que
aligeraban los miembros de una niña melancólica y de piernas flacas apenas
capaz de impedir que sus tobillos desaparecieran engullidos por zapatones.
Tenía todos los calcetines deformados, tal
vez porque los solía llenar de canicas. Los llenaba de ágatas y de aceros
y me marchaba. Era lo que se me daba bien y podía ganarle a cualquiera de por
allí.
Por la noche vaciaba el botín sobre la
cama y las frotaba con una gamuza. Las clasificaba por colores, según el orden
de mérito, y ellas se ordenaban solas, pequeños planetas brillantes, cada una
con su historia, su propio deseo de oro. Nunca tuve la sensación de que la
habilidad de ganar vinera de mí. Siempre pensé que estaba en el objeto. Una
pieza mágica que cobraba vida cuando yo la tocaba. Así, encontraba magia en
todo, como si toda la naturaleza llevara la marca de un espíritu
fantástico.
Había que tener cuidado, había que ser
prudente. Porque algún enterado podía atrapar algo en la distancia y traerlo
cerca.
Y el viento atrapaba los bordes de la tela
que cubría la ventana. Ahí, me ponía en vigilia, alerta hacia lo pequeño, que,
a través de un ojo abierto, fácilmente se convertía en monstruoso y bello.
Miraba, calibraba y en un instante,
desaparecía –planeador- aleteando de campo en campo, inconsciente de mis torpes
brazos, de mis deformados calcetines.
Me marchaba y nadie se enteraba. Porque
para todos, yo seguía entre ellos, sobre mi camita, absorta en juegos
infantiles.
Poesía, Patti Smith
Fotografía: “Patti en el andén del metro
de Lexinghton Avenue”- Gerard Malanga (1971)