domingo, 31 de agosto de 2014

Papiroflexia

“… Ahora estudiaban en el mismo instituto y, algunas veces, caminaban juntos hasta casa, porque vivían en el mismo barrio, que, sin embargo, era completamente diferente de aquel en el que habían pasado su infancia. Tenían dieciséis años, ella era un poco más alta que él e incomparablemente más bonita. Nunca dio muestras de reconocer en el adolescente delgado y negruzco al muchachito de aquella quinta sumergida. Habían trabado amistad porque se prestaban libros de poesía de la biblioteca del barrio, que llevaba el nombre de un escritor olvidado. En los descansos ente clase y clase, cuando sus compañeros hablaban de música o de fútbol, Víctor se sentaba al borde de las pistas de salto de longitud con un libro de poemas en las manos y leía hasta que volvía a ser la hora de entrar en clase. Ingrid se sentó un día a su lado y se pusieron a leer juntos. Después leyeron juntos en el parque y algunas veces en casa de ella, una casa llena de porcelana y de tías. Que la chica más bonita del instituto permitiese a un compañero más bien descolorido y enclenque que la llevase a casa era para todo el mundo (y sobre todo para Víctor) un gran enigma. Una tarde, cuando Ingrid le estaba contando los últimos chismes de la clase, Víctor empezó a doblar, pensando en otras cosas, una hoja de papel cubierta de garabatos que había encontrado en casa de ella. La chica dejó de hablar para seguir con la vista los dedos que plegaban el papel en diagonal, doblaban los bordes, alisaban la superficie, con la destreza de un chamán o de un insecto. << ¿Estás haciendo un avión? >>, preguntó, pero después de unos cuantos pliegues más era evidente que la estructura complicada del papel, con ángulos simétricos y múltiples, era algo completamente diferente, algo casi vivo, como un feto modelado con folículos embrionarios apilados. << ¿Qué es eso? >>, siguió preguntando Ingrid mirando el bultito que ahora Víctor sostenía por dos esquinas que parecían dos patas. Él sonrió e, hinchando las mejillas, sopló con fuerza por un orificio en la cabecita afilada del extraño pelele, que, al hincharse, formó una cara de demonio emborronada de tinta, con las crines aguzadas y una boca sarcástica de la que pendía una lengua como una hoja de navaja. Ingrid se echó de espaldas sobre la cama en la que estaba sentada, llorando de risa, con todo el cuerpo estremecido por una alegría loca. A partir de aquel momento, el muchacho le hacía cada día un diablillo de papel que, cuando se paraban, de camino hacia casa, en la habitación de ella o incluso en el cine, hinchaba bruscamente, delante de su cara, lo que provocaba en ella cada vez la misma diversión. Eran diablillos de todos los tamaños, desde los más insignificantes que apenas se veían, hasta diablos como una cabeza de niño, con una melena insolente del tamaño de un cuchillo de cocina. En cada hoja de papel, con cuidado de que lo escrito quedase en el interior cuando hinchara la figura, Víctor escribía con caligrafía meticulosa: << Te quiero, Ingrid >>…”

Por qué nos gustan las mujeres
Mircea Cărtărescu