sábado, 12 de julio de 2014

Náufragos del desierto


Tomemos 1833 como punto de partida, año de nacimiento del pálido niño protagonista que agarrándose desesperadamente a las paredes del cuello uterino de su madre consigue salir al exterior estrangulando así la existencia de quien durante nueve meses le incubó en su interior. El padre jamás pronuncia su nombre, ni el mismo se lo ha preguntado nunca, tampoco sabe leer ni escribir… y a los catorce años decide pirarse de casa. A grandes rasgos es en este flash back de inicio de la novela cuando realmente empieza a tejerse su trama argumental y ese ínfimo dato me parece importante de mencionar porque a partir de aquí, 1847, el niño ya es y será para siempre “El Chaval” (al menos hasta que se haga un hombre, pero no adelantemos acontecimientos…); desde este punto de partida, toda la acción transcurrirá en una especie de tiempo lineal sostenido, aunque con muchísimo movimiento en espacio territorial. El chaval empieza a recorrer mundo: Menfis, San Luis, Nueva Orleans, San Antonio… hasta que tropieza con otros dos personajes fundamentales en el transcurso de la historia: El juez Holden (el coronel Kurtz trasladado desde Vietnam al Far West, háganse ustedes una paranoica idea… y aun así deléitense con la sorpresa de que se han quedado cortos de perspectiva) y Toadvine (secundario de lujo y amigo del alma hasta… que el destino los separe). Ellos tres, a su modo y manera, se enrolan en las filas del escuadrón de la muerte que dirige con puño de acero un tal John Joel Glanton, gran estratega que se erige como auténtico protagonista en los dos primeros tercios de narración (quede claro que esta es una opinión muy personal) y cuya misión consiste en exterminar indios de toda tribu y pelaje -excepto los delaware, colaboracionistas, con un terceto de miembros rastreadores entre sus filas- como objetivo prioritario para recaudar gastos de empresa y cobrar recompensas del gobierno mexicano (y por lo bajini del estado de Texas también) por sus cabelleras o cabezas empaladas, pero además a todo aquel pobre diablo que ose interponerse en su demente viaje a ninguna parte; todo ello envuelto en una espiral de violencia que, estoy completamente convencido, va a descabalgar a muchos lectores de la que, por otra parte, me parece la novela de McCarthy más fácil de seguir para el lector común, y eso es una verdadera pena, antes de llegar a ese apoteósico y crepuscular final de trayecto. Danzad o leed, malditos, al son de los tambores de amor y de guerra.

Sería injusto no mencionar en los títulos de crédito a David Brown (¡oye! pon oreja, y no te pierdas el collar que luce el menda en el cuello…), los Jackson (un blanco y un negro que comparten apellido… y no lo pueden soportar) y sobre todo Benjamin Tobin (un cura que cuelga los hábitos para unirse a la banda: la batalla dialéctica con la religión, la justicia y la filosofía como pilares de debate que sostiene con Holden, y el chaval como testigo, es sencillamente memorable). A partir de aquí, el lector puede cabalgar solo, el camino puede que sea largo y sinuoso -23 capítulos distribuidos en casi 400 páginas- pero vale la pena no desfallecer. Además de los lugares citados con anterioridad, incluye otras muchas paradas y fondas: Laredito, Chihuahua, Corralitos, Janos, Gallego, Nacozari, San Bernardino, Yuma, San Diego, Fort Griffin (Texas)… y por supuesto, el inevitable Desierto, puede que el protagonista mayúsculo y absoluto de la novela, no en vano es bajo su influjo donde se suceden la mayoría de sus mejores momentos. Espejismo, espejismo, ¿Quién entre todos los malvados autores es el más guapo o te ha sabido describir mejor?

Ese chaval ya es un hombre y tiene nombre: Cormac McCarthy, 80 años, publicó esta novela con la bolsa becada que cobró en 1985 cuando contaba con 52 muescas en el revolver de la vida, justo antes de su famosa Trilogía de la Frontera (allá llegaremos, amigo) y justo después de “Suttree” (que le costó la friolera de veinte años de gestación). La prosa poética con que envuelve y disfraza la extrema violencia que hace acto de presencia en este “Meridiano de sangre” (puede que la novela más dura –dejaría la etiqueta de ‘gore’ en pañales- que un servidor haya leído jamás) me parece su mejor argumento defensor, un disparo certero en la diana de la inmortalidad.-

*El pesadillesco juez Holden se me ha aparecido esta noche en sueños, cuando aún no se cumple ni una luna desde que cerré la contraportada del libro, me ha despertado acariciándome el pescuezo con una de sus asquerosas manos y me ha susurrado al oído:

-Levántate y escribe la mierda de reseña que baila en tu mente, chaval… o calla para siempre.