Mi padre solía
decir que la mejor lotería que le puede tocar a uno es tener un trabajo y mucha
salud para poder disfrutar de las cosas buenas de la vida, dicho esto sólo
compraba tres décimos del mismo número para el Sorteo de Navidad: uno para mi
madre y para él, y otros dos para cada uno de sus hijos. Sí tocaba un triste
reintegro o una pedrea, y mientras mi hermano y yo lo perderíamos invariablemente con el
futuro Niño de marras, él lo cobraba al día siguiente e invertía su recompensa
en pillar más cava y turrones para que no faltara de nada o para poder sacarlos
de estrangis en aquellos momentos álgidos de las reuniones familiares, o cuando
empezaba a decaer la fiesta… o cuando salían el eterno Raphael o la
resplandeciente Caballé en la tele por ejemplo.
Este año mi
padre ya no está aquí para compartir unas risas de alegría, pero mi madre, mi
hermano y yo seguiremos jugando un solo número igual para cada uno. Acaba en 8.
¡Que la suerte nos/te acompañe!