Nadie
conocía a Truffaut, salvo por sus airadas críticas cinéfilas en Cahiers du
Cinema, cuando se alzó con el premio al mejor director en el Festival de Cannes
de 1959, fue el pistoletazo de salida a la nouvelle vague que después
acompañarían otros talentosos cineastas de vanguardia como Jean-Luc Godard y
Eric Rohmer. Un cine que primaba la exploración de los detalles emocionales que
transmitían sus protagonistas, reduciendo los diálogos a su mínima expresión, y
la fuerza de unas imágenes preciosistas, que la cámara captaba con absoluta
precisión, en detrimento de la ‘espectacularidad efectista’ del cine de consumo
palomitero que llegaría años después y que lamentablemente se mantiene en el
candelero; ningún mamporro de los que reparte el musculitos de turno en los
actuales productos de consumo duele tanto como los que tuvo que soportar el
lomo adolescente de Antoine Doinel. Sin embargo, curiosamente, el espectador de
hoy en día se deja abofetear semana tras semana por la novedad de cartelera,
pagando religiosamente su entrada y alimentando así una industria que cada día
apesta más.
Yo
ya no voy al cine, o casi, entre otras cosas porque hasta el mar de butacas me
parece artificial.-
"Los
cuatrocientos golpes” – François Truffaut (1959)