miércoles, 3 de julio de 2013

La luna en la claraboya


Se rumorea que el entonces jovencito Cormac McCarthy envió el manuscrito de este, su debut literario, a la editorial Random House y que así lo hizo porque era la única que hasta entonces conocía; allí estuvo dando vueltas por los despachos hasta que llegó a manos de un avispado personaje, Albert Erskine, que fue un editor, mediador de escritores podría decirse, entre cuyas plumas representadas se encontraba la de William Faulkner hasta el año de su muerte; ¿Qué vio el lince Erskine en el manuscrito del primerizo autor en ciernes?, supongo que lo mismo que un servidor: talento para algunos de los recursos utilizados (las descripciones del entorno natural y las metáforas utilizadas son prodigiosas) y un cierto parecido, aunque seguramente involuntario, con la prosa del susodicho Faulkner. Grandiosos mimbres para confeccionar una cesta rebosante de letras, puede que no perfectamente redondeada pero, sin ninguna duda, capaz de almacenar sabrosas historias en su interior... y dulces melocotones, y ácidas manzanas, y sabrosas cerezas como las que crecen salvajes en este vergel. Aquí quiero mencionar al tío Ather, junto a su inseparable perro Scout, auténtico guardián privilegiado entre el elenco humano que habita la zona, oteando desde su atalaya (una cabaña en la mitad elevada de ninguna parte) todo lo que sucede a su alrededor. Oye, ve, calla y sigue acumulando experiencias a sus 90 años, batallitas de las colinas que el lector agradece escuchar al calor de esas estufas de leña permanentemente encendidas que aparecen en la novela. Un personaje realmente entrañable.
Se dice que el hoy aclamado Cormac McCarthy llevó una vida errante de vagabundo en su juventud, no me extrañaría nada que eso fuera cierto a tenor de la composición que recrea del personaje de Marion Sylder, ese homeless con nombre de mujer y apellido de outlaw, que además se dedica a traficar con whisky en sus ratos libres conduciendo un pequeño y desastrado coche deportivo en cuyo maletero saca a pasear el dorado brebaje de condado en condado vendiendo tragos al gollete al mejor postor.
Se sabe a ciencia cierta que el hoy consagrado Cormac McCarthy nació en Providence (Rhode Island) en 1933 pero cuatro años después, 1937, lo trasladaron a Knoxville (Tennessee) y es justo aquí donde transcurre toda la acción de la novela, al igual que la infancia y la adolescencia del autor, lo cual hace suponer que el personaje de John Wesley Rattner (un chaval de catorce años con aires de Tom Sawyer) tiene algún que otro rasgo autobiográfico de su creador, a tenor de lo bien que se describen algunos de las pasos, y tumbos, que el chico va dando para situarse en la vida o relacionarse con las demás personas que habitan esa ‘pequeña hondonada sureña’. En la actualidad Knoxville es la tercera ciudad más grande del estado de Tennessee, por detrás de Menphis y Nashville, pero antes era otra cosa más pequeñita con su orgullo local correspondiente (atención a las referencias a los negros), dicho esto aprovecho para comentar que la acción discurre en el Interbellum comprendido entre las dos grandes guerras mundiales (1919-1939).

Invierno, frío, mucha humedad, lluvia incesante, días que no hacen presagiar grandes cambios… aunque espera, puede que sí. Agua, piedra, río. Niebla, nieve. El olor de la tierra mojada. Sol y polvo (en el viento). Animales que pululan a sus anchas por toda la narración (gatos monteses y de los otros, serpientes sin cascabel, perros, halcones, buitres, ranas toro, visones, conejos... y cerdos vestidos de uniforme); frutas silvestres y frutos secos. Café bien fuerte y refrescos de cola. Botas de agua y botas de cowboy. Tabaco de liar y tabaco de mascar. Árboles cuyas ramas se enredan en el hilo argumental, ¿un poquito demasiado lianas liantes? Sensaciones que conforman, que definen a ese otro, último personaje omnipresente, el único femenino de la función, que no es otro que la Madre Naturaleza.  Acontecen muchas cosas, nada importa tanto como disfrutar de su presencia y gozar de todo cuanto aquí nos ofrece.

Escrita con ritmo pausado y minucioso (muy lejos de los focos apresurados de escritor precipitado con que, en mi opinión, transitó ‘La carretera’, por cierto y curiosamente muy presente aquí también, ambas cunetas del vergel y la cinta negra asfaltada a la tierra que atraviesa el oasis natural dejando su impronta de navajazo alquitranado…), y con algún recurso que crea cierta confusión, esos fragmentos escritos en cursiva que vienen a ser flashbacks que no acaban de aclarar el ‘que fue antes’ de conocer a los personajes, la novela construye una interesante radiografía de estos cuatro mundos divergentes, aunque cercanos en su fraternidad, y sus cosas, sus costumbres, sus maneras de consumir esa vida que les ha tocado vivir. Una novela a la antigua usanza, con algún toque innovador que puede hacerla dura de roer a cierto tipo de lector, y  que a su vez supone una interesante alternativa al devenir (imagino) futuro del resto de su obra. De esta primera novela a la última carretera publicada existe una distancia diferencial tan abismal como ese barranco desde donde Ather observa a sus conciudadanos moverse como hormigas negras bajo cielos grises, atormentadas en busca de refugio. Un claro ejemplo, a falta de conocer su trayectoria intermedia, de escritor acomodado a los tiempos que corren, que no siempre… han de ser los mejores. En todo caso, a pesar de esa distancia narrativa que la 3ª persona impone a los personajes (y que evita una implicación más profunda del autor hacia sus criaturas), me parece una novela bien manufacturada aunque mal estructurada. En todo caso, curiosa, se me antoja, para entender su trayectoria literaria posterior. Reivindicable para fans de este misterioso autor y para degustadores de oscuras rarezas norteamericanas… del sur.-