La metrópolis es París, los personajes son los habitantes
de uno de esos antiguos inmuebles que resisten al paso del tiempo durante
varias generaciones y al que Perec, por arte de su magia descriptiva, entre
otros grandes aciertos en su estilo literario, hace volar de un plumazo (rasga
con el filo de su pluma) toda la fachada frontal para que el lector se lo pase
en grande ejercitando su recalcitrante sentido de la curiosidad, cual voyeur
capaz de registrar en la retina cada uno de los memorables instantes que acontecen
en ese centro neurálgico, campo de operaciones minado a percebes
supersticiosos, que es el edificio de localización de esta obra maestra. Perec,
que desde 1969 a 1978 pulió a su antojo este diamante en bruto, o perecer en el
intento, esa es la gran cuestión que siempre debería perseguir un escritor en
busca del tan ansiado talento narrativo.
Sí, podría hablar un poco más de la finca, la escalera de
vecinos de la calle Simon-Crubellier, número 11. Una vez subidos y bajados
hasta noventa y nueve capítulos, divididos en seis partes y un epílogo
desesperado, el puto ascensor suele estar siempre averiado así que prepárate a
fortalecer tus glúteos lectorales (aquí reconozco que yo lo he leído caminando
en línea sobre la plataforma de letras, o sea haciendo caso omiso del avance
capitular a saltos de caballo de ajedrez que parece ser que fue la forma en que
fue concebido en una vuelta de tuerca experimental y creativa marca de la casa
Perec); para eso te recomiendo que charles un ratito con la señora Nochère (la
actual portera), o sea, prepárate para ese in crescendo que se te a-vecina. Habiendo
recorrido cada una de sus estancias, pisos familiares, habitaciones de
servicio, buhardillas, sótanos, o descansillos entre plantas (esos dibujitos,
carteles, o datos adicionales de respiro que el autor introduce cuando menos te
lo esperas…), extenuado de gozo, debería relajarme antes de seguir intentando
desplumar a esta rara avis literaria; para eso voy a necesitar hablaros del
arte del puzzle, ese enigmático juego sin instrucciones de uso concretas donde
cada pieza por sí misma no significada nada (un muñequito, una cruz de Lorena),
pero, sin embargo, dos o más de ellas unidas ya empiezan a conformar un algo,
en este caso el embrión de la propuesta conjuntiva y sumamente original del
autor. Llegados hasta aquí, ya debería decir que esta es una novela brutal en
cuanto a estructura, ensamble de piezas, cada capítulo (cortos en su mayoría,
lo que dota al libro de un ritmo espectacular) es una de ellas y saltando de
aquí para allá, a caballo o a pie a gusto del consumidor, el rompecabezas de la
historia va tomando cuerpo… y alma. En principio, no hay argumento definido,
eso seguro, e intuyes que no tendremos un final al uso (¿instrucciones para ello?,
que venga un paleto metafísico y me lo cuente…), pero sorpresa: ¡va el bueno de
Georges y lo borda con el cierre! ¡Buah!
Sí, también podría comentar algo acerca de los
personajes, de los actuales moradores conozco bastante bien a Bartlebooth y a
su fiel escudero Smautf (secundario primario aunque viva en una buhardilla del
ático), me lo presentó Valene (que además le dio clases de pintura al óleo),
por mediación de él también contacté con Winckler (el grandioso constructor de
puzzles); también me gusta charlar especialmente con los Rorschash, el doctor
Dinterville, Gratiolet, Breidel, Reol, Hutting, Berger, Morellet, Marcia,
Louvet, Plassaert, la señora Orlowska, Véra Beaumont, con los Marquiseaux o con
los Foulerot y los Foureau (¡no me líes con los apellidos, George!); la verdad
es que puedes pasar un rato muy agradable con cada uno de ellos, y todavía hay
más, porque, en otro gran acierto del autor, llegamos a conocer hasta a los
antiguos inquilinos de esos apartamentos actuales (presente, 1975) mediante un
sinfín de historias asociadas que se confabulan entre sí formando una grandiosa
odisea a través de una parte muy importante de la historia de los siglos XIX y
XX, la primera referencia se puede encontrar en 1833 con el nacimiento de James
Sherwood (impresionante su particular testamento histórico), aunque también se
nos invita a escarbar en las raíces ancestrales de la Historia más lejana de la
humanidad, esa sí con mayúscula… y todo esto desde una escalera de vecinos ‘sin
fachada frontal’, sin lágrimas que nos impidan ver las estrellas que diría el
indio aquel, así como suena. ¿Difícil de imaginar?, claro,
claro, espera y de veras que lo verás, Nicolás…
La novela consta de 574 páginas o escalones, además del
imprescindible mapa de la comunidad –por estancias- que ayuda a situar los
personajes, un trabajadísimo índice de los innumerables nombres que aparecen en
la novela -38 páginas-, una más que acertada lista de referencias cronológicas
-11 páginas-, notas imprescindibles para conocer de primera mano a la sociedad
francesa a segundo pie de página, y un último apéndice de las memorables
historias, muchísimas, que aparecen en el libro, por si te apetece repescarlas.
La minimalista construcción de esta novela obliga a Perec
a observar todo desde un plano horizontal, nada se le escapa, todo lo capta
mirando de frente al entorno que lo rodea y así lo describe(desde una alfombra
raída del 3ºIzquierda hasta el incesable gorgoteo rugiente en las cañerías del
WC en el 4ºDerecha, pongamos por caso) de una manera tan enfermiza que consigue
que no pierdas ni un solo detalle de esta lectura infinita decimal que coloca ese
nivel de mercurio, que con tanto esmero busca un lector perfeccionista, en su
rayita precisa: la que te abraza con mimo cuando tienes fiebre literaria. Asimismo
no estaría de más reseñar que en todo momento se utiliza la tercera persona,
para poder así hacer mella vertical en esa boca abierta de la segunda persona
del individuo singular que disfrutará devorando este producto de gran magnitud:
Tú mismo.-