sábado, 5 de mayo de 2012

El aprendizaje de la Soledad


Ha sido un acontecimiento extraordinario, de esos que suceden en contadas ocasiones a lo largo de toda una vida y como tal, digno de figurar en mi bagaje existencial. Sensaciones, momentos en el tiempo, cruce de caminos mentales; multitud de formas diferentes podrían dar nombre a lo sucedido durante la semana en curso. Jean-Paul Charles Aymard Sartre dio a luz al ciudadano Antoine Roquentin en 1938, en un parto tan extremadamente placentero para su primerizo autor como doloroso para todo aquel futuro lector que sepa descifrar el mensaje encerrado en ese bote de tinta roja que contiene su obra, elocuencia reafirmada hasta el extremo del paroxismo para quién firma esta reseña. Casi tres cuartos de siglo después, a principios de un mayo de 2012, clausuro la lectura de LA NAUSEA, giro el cuello a izquierda y derecha arrancando un leve gemido a las astillas de hueso que resbalan por mi espina dorsal, después miro hacia arriba y hacia abajo; allí en lo alto observo el mismo cielo cambiante de todas las primaveras mientras presencio allá abajo como mis manos que tiemblan nerviosas de emoción contenida, desplegan una y otra vez el abanico de páginas del libro como si así pudieran ahuyentar al demonio que encierra dentro. Simone se lo explicó a Jean-Paul, mientras Anny se disfrazó de diosa materialista y menospreció el espíritu de Antoine... Some of these days you’ll miss me, Honey.

La estructura en forma de diario de la novela es algo bastante relativo, ya que como podemos observar el autor “malgasta” días enteros en una solo línea (como cualquiera de nosotros podría despachar 24 horas de su existencia de un solo trago), mientras que dedica ciertos ramilletes de tiempo, tan precisos como exactos (viernes a las 3, jueves a las 6…) a desarrollar toda una serie de anécdotas capaces de envolver al lector en una nebulosa de fluida narrativa ajena al río del transcurso de la acción. En todo caso, asistimos a los últimos estertores de la estancia de Antoine en Bouville, un pueblucho en mitad de ninguna parte del que Sartre (intentando “engañar” al lector, ya que afirma en cierto pasaje que es la 7ª población francesa, algo que, investiguen ustedes al respecto, no consiguió hacer con un servidor, a no ser que decidiera disfrazar una innombrable ciudad bajo el pseudónimo de Bouville, que también podría ser…) antes de partir hacia París en busca de un poquito más de… grandeza. Él que lo ha viajado todo, lo ha leído todo, lo ha vivido todo; él que tiene la facultad de valorar a las personas con un simple vistazo, y de borrar a los personajes superfluos de un solo plumazo. Todo ocurre allí, el descubrimiento de la extraña sensación, el reencuentro con Anny (descomunal en cuanto al contenido de la conversación en uno de los escasos pasajes dialogados de la obra), allá localizamos su territorio de acción, su coto de caza, entre cafés y las señoritas que los sirven, además de sus inexcusables visitas diarias a la biblioteca municipal. Supongo que no olvidaré nunca ese paseo, un domingo cualquiera, de Antoine por Bouville, sus parques y sus gentes, sus convenciones sociales, la idiosincrasia propia de los personajes que pululan por la calle vestiditos de domingo a las 12 del mediodía en cualquier ciudad, ayer y hoy, prueben ustedes sino a observar atentamente… Some of these days you’ll mis me, Honey.

Todas aquellas personas que hayan tenido la oportunidad de disfrutar de esta obra maestra de la literatura, que reposa desde ya en el Olimpo de la Inmortalidad de mis lecturas personales, sabrán valorar en su justa medida el peso que tiene en ella el personaje del Autodidacto, lo pongo en mayúscula porque así quiso que fuera el propio Sartre, y todo aquello que surgió de su relación con Roquentin (un tipo asocial, extremadamente reservado y solitario, rara avis que sobrevuela las alturas de la inteligencia suprema). Un Autodidacto vendría a ser alguien que aprende por si solo de las cosas que le ofrece la vida, que no acepta las enseñanzas de los gurús que imponen los tiempos dados y nunca prestados; aunque busque desesperadamente el contacto con ellos para pasarles, con tanto disimulo como respeto, la esponja que todo lo absorbe por la espalda (es)cultural. Alumno de todo maestro de nada, gracias por todo y desgracias por nada. Múltiples vericuetos se pueden tomar desde el sendero que conduce la trama; personalmente, y una vez devorado ese tercio final que incluye el apoteósico cierre de la obra (donde entre cosas el autor nos devela la edad real de Roquentin, algo que supongo tirará por tierra muchas de las conjeturas prematuras del lector desprevenido…), olvido voluntariamente presentarme en esa estación donde el tren de las sombras ya emite el último aviso a los pasajeros que desean marchar; aquí me quedo, todavía tengo muchas ganas de aprender. Y vuelvo al Rendez-vous des Cheminots, pido un café solo y le suplico a la camarera que vuelva a poner aquel antiguo disco de vinilo, quiero volver a sentir como la aguja de diamante que surca las venas de notas, de letras, crepita de nuevo sobre la superficie oscura y lisa del objeto redondo; quiero escuchar de nuevo aquella canción de la solista negra sin nombre, acompañada por su banda de jazz, y cuyo estribillo dice aquello de… Some of these days you’ll mis me, Honey.