miércoles, 9 de marzo de 2011

H

Cristina, 13 años, habita en un barrio periférico de Berlín, una de esas colmenas donde a duras penas llegas a conocer a los vecinos de celda rellano, muchas avispas revoloteando sobre los tiempos muertos de un partido vital que a pesar de que te esfuerces en ganar eres consciente de que acabará en derrota… y poca miel para repartir entre el enjambre que agita desesperadamente las alas en busca de una pizca de dulzura.
Padres separados, papá se lleva a la tata pequeña, y Cristina convive con mamá y el amante de esta, Klaus, un buen tipo que lucha por superar algún hachazo sentimental anterior y que intenta ganarse su comprensión regalándole discos de David Bowie, negras motas circulares de vinilo que la chica ya tiene repetidas en el pequeño universo single donde se refugia para soñar con el futuro que le espera: las cuatro paredes de su habitación.



El Sound es la discoteca de moda en la ciudad, posiblemente el templo más destroyer de la Europa de los 80’, allí se congrega a diario una fauna compuesta por todo tipo de personajes variopintos que solo tienen un deseo en común: explotar al máximo su juventud, retrasando así su entrada en el mundo adulto.
Veneno de sensaciones que los preadolescentes sueñan con poder experimentar en su propia piel. Kessi una amiga del colegio (con la misma edad pero las tetas más grandes) la ayuda a colarse por primera vez, disfrazada de pelandusca pero todavía con la virginal inocencia reflejada en la mirada, lo que descubrimos en las catacumbas del interior (impresionante las imágenes de la cámara del director inspeccionando cada pequeño detalle) es todo un submundo ajeno a la realidad exterior: desfase, descontrol, alcohol, sexo, y droga, muchas clases de droga…
Y se empieza fumando un petardito en la pista, una pastillita de colores acompañada de un trago de agua del grifo del lavabo, una rayita light en la barra medio en broma, y se acaba descendiendo al cuarto oscuro, una vez salvado el laberinto de almas en pena que pululan por los pasillos, hasta una puerta que batea constantemente como la de una cantina de western de serie Z, de Zombie, ojos curiosos que entran y pupilas dilatadas que salen, solo una inscripción en la entrada, una letra mayúscula, impoluta en su blancura: H.


El primer picotazo de la abeja reina ya es suficiente para atarte a su yunta de por vida, y a partir de ahí, con la curiosidad saciada del gato negro, todo sucede como en la más grotesca de las pesadillas. La progresiva degradación de Cristina a ojos de la cámara es uno de esos momentos filmados que jamás olvidarás. Palabra de H-onor.
Un alegato extremadamente duro, contundente, contra la lacra que supuso la aparición de la heroína en el mercado europeo de aquellos años, Alemania y España encabezando la aguja de esta inyección letal que condenó al infierno a miles de jóvenes de la época. Basada en hechos reales, esta película rodada en 1981 por Uli Edel está considerada una joya de culto del cine europeo. Impresionantes interpretaciones de Natja Brunckhorst y Thomas Haustein (ambos descubiertos en la calle y sin ningún tipo de experiencia previa como actores), y estelar aparición (BSO incluída) de David Bowie. Obra maestra.-