viernes, 2 de julio de 2010

Columna de viento y sal

Aitor Menta era un tipo raro, recién cumplidos los 30 años seguía sin tener demasiado claro que es lo que iba a hacer con su vida, trapicheaba aquí y allá con diversos trabajos que le permitían subsistir sin demasiados problemas, tampoco necesitaba tanto para ser feliz se decía con la moderada frecuencia de un autoengaño asumido, se alimentaba lo justo para subsistir y pagaba una renta baja por el alquiler de un pequeño apartamento, propiedad de sus padres que a pesar de vivir en el otro extremo de la misma ciudad apenas tenían contacto con él, salvo en las fiestas de rogar donde todos sin excepción hacían el paripé lo más llevadero posible, tampoco tenía amigos ni se relacionaba carnalmente con otras personas, nunca sabía como abordarlas y todas le rehuían en cuanto se le ocurría intentarlo, su andrógino envoltorio físico tampoco ayudaba a que alguien intentara atravesar la coraza que se amagaba en su interior. En definitiva, Aitor era un individuo extraño.
Envuelto en una multitud de aparatos de cálculo atmosférico que había conseguido reunir aquí y allá: anemómetro y veleta, heliógrafo e higrómetro, barómetro, pluviómetro y termómetro… organizaba su vida en torno a la programación de las distintas televisiones, tanto locales como estatales e incluso internacionales que veía vía satélite gracias a la antena parabólica que se había instalado hacía unos años, y los diversos programas de previsión metereológica que transmitían estas cadenas. Conocía a todos los presentadores del globo, mujeres y hombres del tiempo que se nos va, a los mejores en su trabajo, y podía distinguir a la perfección entre quien realizaba su labor con dedicación y quienes aparecían en pantalla luciendo palmito a cambio de unas falsas monedas judaicas de predicción. Llenaba libretas enteras de datos y se apoyaba en interminables hojas de cálculo informático además de visitas a multitud de páginas afines a su gusto a través del ordenador que tenía situado en una pequeña habitación estudio con vistas al cielo, protector de su existencia.
Así fue como, tras un exhaustivo seguimiento, consiguió localizar un tornado perdido en la inmensidad del océano, pequeño en su nacimiento como todos los neonatos del tiempo, infancia fugaz que tras su rápida formación como fenómeno antinatural se aproximaba con la rebeldía de la adolescencia salvaje hacia las mismas puertas de su ciudad, acabaría llegando esa misma madrugada con toda la fuerza de un ciclón en su potencia máxima de prestación, lo desconocido en su estado más puro. No podía creer que nadie predijera su llegada, quizás infravaloraron su potencia real – se dijo – o incluso relevaron a segundo plano su aparición, prevista para las 04:34 a.m. según sus calculos, total no importaba demasiado: a esas horas de otra madrugada todo el mundo descansaba, no habían ni atascos de tráfico ni posibles infraestructuras afectadas, tan solo la soledad de la ciudad que duerme sus miserias ante la llegada de la próxima e incierta alba mundana. Llovería esa noche dijo, apostando por el mínimo detalle, la chica de los ojos de mermelada que presentaba la predicción en Skynews, algunos fenómenos aislados de aparato eléctrico y mañana sol… y buen tiempo.
Aitor tomo un café cargado como la noche antes de salir de casa y dirigirse a línea de costa para encontrarse con Mr. Tornado, se puso un viejo pantalón tejano, una fina camiseta de manga larga arremangada hasta los codos y calzado deportivo, nada especial, a pesar de lo premeditado de la cita estaba seguro que llegado el momento, tampoco sabría bien que decir más allá del “Hola! ¿Qué tal?” y además volvería a quitarse toda la ropa una vez la lengua de las olas más atrevidas llegaran a lamerle los pies anclados en tierra húmeda y arenosa, lo esperaría desnudo mientras las gotas de lluvia le acariciaban el cuerpo y la especial emoción de la ocasión le turbaba la mente…
Llegó puntual, lo recogió en su vorágine centrifugada, siendo inmortalizado por el flash indiscreto de un caprichoso relámpago que iluminó el encuentro, se despidió de tierra firme provocando un ligero socavón en la orilla que algunos niños aprovecharían para jugar cuando el sol del día siguiente ahuyentara las últimas nubes de precipitación y desapareció en el horizonte en busca de otro lugar en el que le dejaran rugir, acompañado de su presa. Mar adentro.-