viernes, 18 de junio de 2010

Atravesando años (Travesaños)

A punto de cumplir los 40 años, Ramiro Arcángel era consciente de que afrontaba el último reto de su dilatada carrera deportiva. Dos semanas antes de desplazarse con su selección a disputar el Mundial de Fútbol ya se había despedido de compañeros y aficionados del que fuera su único y modesto club profesional, una grave y desafortunada lesión del cancerbero titular en el combinado nacional le había abierto las puertas de la gloria de manera inesperada, los técnicos valoraron su experiencia en detrimento de otros jóvenes arqueros quizás demasiado verdes para madurar la esperanza en victoria.
Tantos años defendiendo la soledad de los tres palos de la portería habían forjado en el una personalidad extraña, introvertida, viviendo al margen del grupo, aunque compartiera vestuario con el resto de jugadores, afrontando con resignación su papel de último defensor ante las embestidas de las delanteras rivales.
Pasaron con bastante suerte la criba de la fase de grupos, una sólida defensa apenas le hizo intervenir, aún así no conseguía entender esos nervios de principiante que recorrían su espina dorsal cada vez que un atacante se aproximaba al reino cuadriculado de su área, supuso que la presión de una cita de esa envergadura iría decreciendo con el paso de los días, pero no fue así, apenas descansaba por las noches, sueños de fría piel le traían en forma de pesadilla a las próximas estrellas que asediarían su puerta, adúlteros balones que besarían las inmaculadas mallas de su princesa de portería. Ramiro estaba solo como siempre y tenía miedo como nunca, lloraba abrazado a la almohada mientras sus compañeros descansaban compartiendo otras habitaciones por parejas en el hotel de concentración, ya fuesen distribuidas entre íntimos amigos fuera del terreno de juego, o en asociaciones de convivencia marcadas por su irascible entrenador.
El gran momento había llegado, el cruce de cuartos de final ya sería una batalla a vida o muerte, la etiqueta de favorito del equipo rival hacía consciente a Ramiro de que un arsenal de lanzamientos pondría a prueba la solidez de sus reflejos, se cambió en el vestidor y miró alternativamente a los ojos concentrados de sus compañeros a la vez que revisaba con inquietud sus propias manos antes de enfundarse los guantes de cuero, no temblaban, estaba preparado para unirse a la piña de ilusión que formaron todos antes de saltar al vértigo del césped. Ese día escribirían una página en la historia si conseguían ganar, pero eso no le importaba a el, tan solo le obsesionaba mantener su portería a cero, hacer su trabajo con dignidad, lustrar un poquito más la nobleza de su conciencia, y no defraudar a tantos millones de seguidores que estarían observándole con lupa de verdugo
Pasados los años, tenía por costumbre sentarse a tomar el sol en un banco de aquel parque que había descubierto al engrosar las filas del cada vez más numeroso equipo de parásitos sociales sin trabajo, el rutinario anonimato de una vida tan vulgar como la de cualquier prejubilado forzoso, perdido en la inmensidad de una urbe desconocida y elegida al azar, válvula de precipitado escape a la realidad, aquí decidió empezar de nuevo cuando acabó todo aquel viejo asunto, lejos de aquella ciudad donde nació y se hizo hombre.
Después de que se apagara la crudeza de las últimas risotadas del público, ni siquiera recordaba el nombre de aquel jovencito extranjero que mediada la segunda parte disparó un flojo chut desde larga distancia que el se prestó a recoger tranquilamente clavando la rodilla en tierra con delicadeza, como marcan los cánones y no pudo atajar. Tampoco supo nunca porqué el destino le jugó aquella mala pasada cuando hizo que aquel balón de vivos colores botara justo antes de llegar a sus manos, haciendo un extraño y colándose entre sus piernas. Incluso olvidó aquel salvaje estruendo que se desató en las gradas mientras la esférica y caprichosa canica de cuero cruzaba la línea que delimitaba su orgullo.
Tan solo recordó en aquel preciso instante como empezó todo, cuando el tenía aproximadamente la edad de esos chavales que ahora jugaban al fútbol en ese parque, unos metros más allá de la tribuna presencial de su banco de madera, con sus carteras colegiales de novillo haciendo de postes improvisados, donde aquel gordito grandullón con el que se sentía identificado, el más torpe con el balón en los pies, defendía con valentía su portería mientras sus compañeros se mofaban de él, “cuanto más cuerpo tienes más espacio cubres, chaval”, le recriminaban mientras lo cosían a chutes de filigrana como si fuera un muro de vergüenza. Ese chico solo quiere ser uno más, ser aceptado en sociedad, pensó Ramiro fotografiando el horizonte con la soledad de su marco vacío y el estigma de su pifia postrera tatuado en la memoria.-