viernes, 5 de marzo de 2010

Crisálidas

Cuando la mujer separó las piernas hasta el infinito y el mundo recibió con los brazos abiertos a Mary, un tenue rayo de sol resquebrajó el cielo gris plomizo de aquella mañana de abril, filtrándose entre las cortinas de la única ventana de la modesta habitación para alumbrar la escena que tanto tiempo después aún maravillaba al Doctor Moesich, quién asistió al parto con la profesionalidad del que atiende un caso único y por lo tanto siempre diferente. Lo que pudo ser un proceso rutinario en la intervención se transformó en perplejidad cuando observó que tras medio cuerpo asomando al exterior la criatura asía entre su mano izquierda, y tirando de ella, la de su hermana gemela Anne, que amenazaba con quedarse dentro de la insondable cueva de la sorpresa concebida sin apenas aire que respirar; fueron dos minutos y 14 segundos de agonía los que perlaron en sudor frío la frente del médico asistente y de la parturienta asistida, que no pudo soportar tanta ilusión y entregó sus fuerzas postreras en un último empujón de generosidad materna para regalarle la vida a su segunda e inesperada creación, abandonándose rendida después sobre la almohada acompañada por la banda sonora del doble trino lloroso de quienes se incorporaban al mismo mundo que ella les dejaba en fatal herencia. Volvía a inundarse la estancia de gris cuando el Doctor Moesich llamó en un aparte al rudo campesino que apuraba nervioso un pitillo entre los labios, en los años que llevaba ejerciendo su profesión jamás logró acostumbrarse al momento de comunicar una mala noticia a los familiares allegados, pero como siempre intentaba dejar la inexactitud de la ciencia a un lado para perfeccionar su lado espiritual con algún gesto de condolencia y apoyo moral, esta vez apenas pudo articular un abrazo sin palabras, antes de que se apagara la brasa de la felicidad en la mirada del hombre abatido por el dolor…
A pesar de que acabó jubilándose en el ejercicio de su tarea médica en aquellas agrestes e inhóspitas tierras, recorriendo en su destartalado carromato las remotas distancias entre aquellas granjas abandonadas de la mano de dios que se extendían desde el núcleo de la pequeña población de Cerxhill, para atender a quién necesitara de sus servicios, el Dr.Moesich jamás olvidó aquel día, en que a pesar de no sentirse culpable por lo acontecido en aquel fatídico giro del destino, quizás con un equipamiento médico adecuado podría haber salvado la vida de la mujer que tanto necesitaban las gemelas huérfanas pensaba a veces; y siempre intentó mantenerse informado sobre el crecimiento y la educación de las niñas, ya que el pobre diablo que ejercía de padre, y a pesar de ser una persona honesta y trabajadora, acabó abandonándose a los delirios del alcohol tras una temporada nefasta en la cosecha de sus tierras.
Recordaba que cierto día tuvo que volver a aquella lúgubre morada cargando en su carromato al padre semicomatoso, tirado en la parte trasera como si fuera un saco de patatas. Resultó que hipotecadas sus raíces, y con el agobio de los acreedores pisándole los talones, el hombre vencido salió una noche de la taberna dando tumbos hacia la calle, apretando tenazmente sus últimos dólares entre las manos, se dirigió a una barraca de las que salpicaban la calle mayor del pueblo en aquellos días de feria y empezó a disparar balines de plomo contra astilladas bolitas de colores que le proporcionarían un par de collares con forma de mariposa como certero premio para intentar levantar el vuelo de la desgracia que se cernía sobre las niñas en un futuro incierto, siendo él mismo quién acabó desplomándose al suelo sin acertar un solo impacto maldiciendo su mala estrella sobre el lodo, así lo encontró el Dr.Moesich avisado del incidente, entregó un billete de 5$ al sucio tipejo que reía insensible tras la tarima para comprarle los colgantes de bisutería barata e introducirlos en el bolsillo de su embarrada chaqueta…
Fue una semana después de que las niñas cumplieran 12 años, empezaba a amanecer cuando vieron dibujarse la silueta zigzagueante de su padre en la explanada que conducía a casa, esperaron que se dejara caer en el sucio jergón, le sacaron los zapatos y la ropa, y lo arroparon con una manta, después le besaron en la mejilla por turnos como siempre hacían, y se despidieron de él.


- ¿No es muy temprano para que estéis levantadas? Todo irá bien os lo prometo, este año será mejor y podréis empezar a estudiar, ¿Dónde vais a estas horas? – pudo articular antes de empezar a roncar…
- Vamos a ver a mamá – Dijo Mary en un tono de voz imperceptible
- Descansa papá e intenta ser feliz cuando despiertes – musitó Anne.


El barranco de Strach era un promontorio que se encontraba a escasa distancia de la granja, al sudoeste de la carretera principal que conducía al pueblo y contaba la leyenda popular que en su parte más alta el viento siempre soplaba cálido, fétido y quejumbroso como el aliento del diablo. Aquel día no fue una excepción, las hermanas se acercaron a pasos cortos hacia el borde del precipicio cogidas de la mano mientras el aire les alborotaba el cabello y les inflaba el dobladillo de las faldas de sus finos vestidos de tela. Anne miró a los ojos de su hermana por última vez, y no encontró ningún miedo reflejado en su mirada, sabía que estaba preparada para volar. Avanzó el pie derecho y pisó al vacío sin hacerle daño, el pequeño peso de la gravedad de su cuerpo fue suficiente para hacer el resto, mientras un alarido común brotó de sus gargantas y el eco lo transportó por todo el valle, los que tuvieron oportunidad de escucharlo declararon que aquello parecía un grito salvaje de libertad emitido por alguna extraña ave migratoria…
Cuando el Dr.Moesich llegó al lugar del aterrizaje, comprobó que no había nada que hacer por salvar aquellas pobres vidas aunque le sorprendió comprobar como los dos cuerpos seguían entrelazados por las manos, atendió primero a Mary, ya que como mandan los cánones era la que parecía más grave a simple vista, apenas tuvo tiempo de abrir su maletín de primeros auxilios cuando la chica exhaló su último suspiro, con actitud profesional echó un vistazo al reloj de bolsillo de su chaleco, eran las 6:08 de la madrugada cuando certificó la hora exacta del fallecimiento. Giró el cuello hacia la posición de Anne, que le miraba con un extraño rictus de felicidad, enseguida supo lo que ocurriría a continuación… dos minutos y 14 segundos después, la chica dejó de respirar y solo entonces soltó la mano de su hermana para abrazar su alma camino de la siguiente dimensión de sus existencias paralelas.
Aquellas dos criaturas habían vivido justo el mismo tiempo pensó Moesich al tiempo que miraba hacia el cielo con los ojos vidriosos. Pronto empezaría a llover.-