martes, 16 de junio de 2009

Retorno al pasado


Galopa un niño desbocado por una oscura avenida de Salónica, presagio de mala suerte, lluvia sucia sobre el asfalto que fuma, tose, y expulsa su esputo oleoso impulsado por las ruedas de los coches estresados del atardecer; corre conejo, cometiste el delito más grave en tiempos de cólera patriótica, se te acusa de ser refugiado albanés, de limpiar parabrisas en los semáforos de esta ciudad helena, troyano contaminado sin permiso municipal. Alguien observa tu presente desde el último de sus días gastados, entregados a las arcas del estado totalitario como prebenda de amor, dinero regalado. Pasado y futuro se cruzan en un incierto presente, delicado y ausente como un osito de peluche en la vitrina desahuciada de la tómbola existencial.
El viejo poeta se quiere despedir desde el olvido de la creación incompleta, tras el perfecto imperfecto de lunas que ya no volverán, menguantes como increíbles promesas del destino traidor, barro en las rodillas marcadas de cicatrices olvidadas, palabras arcanas todavía por rescatar de la memoria universal.
Alexandre, poeta desubicado en el tiempo y en el espacio, es consciente que se le acaba la vida, también sabe que no podrá firmar su testamento, no encuentra inspiración en lo que le rodea, no paga lo suficiente por el latido de un sentimiento, no tiene futuro y ha dejado de creer y de crear en el presente, solo tiene el súbito pasado que se diluye en la memoria, como las improntas de unos pies descalzos en la playa del olvido.
Un autobús nocturno, parada solicitada por el director, un joven sube a compartir el trayecto con otros pasajeros de horas inciertas; viene de una manifestación contra cualquier cosa y porta una bandera roja, sin escudos ni emblemas, apoya la cabeza contra la ventana, y se adormece al compás del traqueteo del vehículo, cadencia del sueño aletargado e insomne de la vieja Europa abotargada en su impotencia patriarcal.
Alexandre recoge a su perro y se despide de su casa, a pie de mar de anticuario, trocito de felicidad compartido con su pasado creador de gloria impresa en libros postreros que le sobrevivirán, paraíso lleno de recuerdos que dejó Anna, la que solo le engañó marchando del marchito existir antes que él, compañera de fatigas cuando la vida exigía cuatro brazos y dos cerebros ante las acometidas del ilusorio carnaval de idealistas podridos de errores irreparables,… allí en un rincón de la memoria compartida encuentra una carta donde ella describe un día a la orilla de la felicidad, con palabras sinceras, sentidas, vividas, inmortales, sublimes en su sencillez sin maquillaje de ocasión, como las palabras que le faltan a la poesía inconclusa de Alexandre.
En esta extraña película de Angelopoulos, tan estremecedoramente sensual, tan rocambolesca en sus metáforas surrealistas, se nos habla de muchas cosas, con un estilo visual a la altura del mejor Bergman aderezado con un exquisito buen gusto por los pequeños detalles, los diálogos solo se desarrollan en tu cerebro, ahí está la estupenda BSO de Eleni Karaindrou que nos ayuda a levantarnos cuando volvemos a tropezar en la eterna piedra filosofal al compás de las mismas notas musicadas por diferentes instrumentos, parábola sobre el proceso de creación del autor comprometido (la exquisita interpretación del poeta existencial que nos ofrece el actor alemán Bruno Gantz), a la vez que nos ayuda a sobrellevar la pesada losa del pasado que todos cargamos en nuestra espalda, mostrándonos que durante los últimos momentos de nuestras miserables existencias, ese tiempo vivido, donde arraigan nuestras raíces como personas, viene a recordarnos lo que fuimos, lo que ya no somos, lo que ya no querremos ser… marionetas de trapo desgastado que representan su diaria función en el teatro de la desidia impostada, donde el frío patio de butacas huele a cloroformo y ya nadie ha venido a aplaudir nuestra última actuación, ni siquiera dios.-

La eternidad y un día - Theodoros Angelopoulos (1998)